martes, 26 de junio de 2012

ATRAPADA


Sobre el filo del acantilado,  observo  entre   bruma de lluvia  la figura de esa mujer. Llueve, y siempre que llueve aparece. Llueve,  y siempre que llueve la espero,  y desde el ventanal la contemplo  intentando comprender ¿Por qué? ¿Para qué?
Antes, mucho  tiempo antes,  corrí   hacia ella pensando que intentaba tirarse. No importó el castigo del agua en mi rostro ni el picor en los ojos, tampoco importó  el viento helado ni las piedras filosas, pero, cuando me acerqué, desapareció como desaparecen las sombras sin  el sol. Están, aunque no están.  Existen desapercibidas como esas gotas de agua dulce en la sal del mar. Durante varios días me sentí confundida…hasta un nuevo vendaval. Sombra, así la llamé después, según pasaron los días.
Bajo el alero, el viento enloquece buscando libertad. Choca furioso contra tablas y ventanas. No siento miedo, ya me acostumbré a su furia arrolladora,  y a la seguridad de la casa.
 Martín no está. Martín se fue. Martín no concebía mi decisión. –“¡Aquí, todo está muerto!”- gritó tras un sonoro portazo, desapareciendo  para siempre; entre gritos de gaviotas desparramadas  sobre un cielo sucio acostado en el mar y olas bramando contra los murallones de piedras.
La furia del vendaval borra   perfiles de las  altas piedras, aunque,  no a ella,  estática se sostiene envuelta en aura de relámpagos, como  resintiendo  quién sabe que. ¿Me espera? ¿Está haciendo señas para que vaya hacia ella?
Quizás Martín tuvo  razón en irse. El reloj está clavado, no hay leña para el fuego y hace frio.
Quizás  Sombra,  sea mi sombra desmembrada.
Ese día el sol estaba pleno, el cielo diáfano. Aquende a los acantilados, en la pequeña playita, jugábamos a pisarnos las sombras  esquivas de risas felices. No podía saberlo. No sabía que el mar en tan escaso tiempo sepultaría el lugar llevándose a nuestro niño. ¡Martín, nuestro hijo!
 Y grité, grité, grité, al filo del acantilado.




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