Sobre el filo del acantilado, observo entre bruma
de lluvia la figura de esa mujer. Llueve,
y siempre que llueve aparece. Llueve, y
siempre que llueve la espero, y desde el
ventanal la contemplo intentando
comprender ¿Por qué? ¿Para qué?
Antes, mucho tiempo antes,
corrí hacia ella pensando que intentaba tirarse. No
importó el castigo del agua en mi rostro ni el picor en los ojos, tampoco
importó el viento helado ni las piedras
filosas, pero, cuando me acerqué, desapareció como desaparecen las sombras sin el sol. Están, aunque no están. Existen desapercibidas como esas gotas de agua
dulce en la sal del mar. Durante varios días me sentí confundida…hasta un nuevo
vendaval. Sombra, así la llamé después, según pasaron los días.
Bajo el alero, el viento enloquece
buscando libertad. Choca furioso contra tablas y ventanas. No siento miedo, ya
me acostumbré a su furia arrolladora, y
a la seguridad de la casa.
Martín no está. Martín se fue. Martín no
concebía mi decisión. –“¡Aquí, todo está muerto!”- gritó tras un sonoro
portazo, desapareciendo para siempre; entre
gritos de gaviotas desparramadas sobre
un cielo sucio acostado en el mar y olas bramando contra los murallones de
piedras.
La furia del vendaval borra perfiles de las altas piedras, aunque, no a ella, estática se sostiene envuelta en aura de
relámpagos, como resintiendo quién sabe que. ¿Me espera? ¿Está haciendo
señas para que vaya hacia ella?
Quizás Martín tuvo razón en irse. El reloj está clavado, no hay
leña para el fuego y hace frio.
Quizás Sombra, sea mi sombra desmembrada.
Ese día el sol estaba pleno, el cielo
diáfano. Aquende a los acantilados, en la pequeña playita, jugábamos a pisarnos
las sombras esquivas de risas felices.
No podía saberlo. No sabía que el mar en tan escaso tiempo sepultaría el lugar
llevándose a nuestro niño. ¡Martín, nuestro hijo!
Y grité, grité, grité, al filo del acantilado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario