“Dice
una antigua leyenda: Cada tanto, de una misteriosa pupa, nace una polilla que
se alimenta de los tejidos de la mente. Un azazel profano que no pertenece a
ninguna fe. No es malo ni bueno. Es, y
existe tal cual es” (Liliana Anfossi)
De la vieja estación solo queda en pie el andén de cemento y
piedra, ahora altar de lagartos overos adoradores del sol.
El
quetren del tren, retumba fantasmagórico
sobre las vías abandonadas.
Collar de plata que recorrió-de una
punta a otra- las tierras del mundo. Los verdes túneles de álamos y eucaliptos,
salvo alguna que otra hierba mala, conservan el arquetipo de la imagen del
camafeo de hierro madera y bronce, que
guardó sin espanto, alguna vez,
vida en su interior. Niños,
jóvenes, adultos, ancianos. Risas, tristezas, anhelos, esperanza, amor.
Humanidad.
Alejados
los fantasmas, el silencio es abrumador. Parecería que la anaconda del tiempo
hubiese triturado gorriones,
horneros y picaflores que
abundaban en lo que otrora fue… ¿Y qué
fue? La duda excava entre escombros escondidos en la selva de alfalfa,
ortigas y cardones.- ¿Qué fue?- Fueron las manos de Juan bajo mi blusa. El
olor a jabón blanco de su ropa, el aroma
a manzanilla en mi cabello. Fue la urgencia joven rompiendo la rutina de la
siesta veraniega en la sacra oscuridad del confesionario de la iglesia. Ciegos
recobrando la vista en el milagro del tacto. Fueron las zambullidas en el río y
la margarita desojada hasta el “te
quiero mucho”, tatuado a fuego en nuestras bocas unidas. Y Juan corriendo
por el camino lateral a las vías, con
sus manos en alto, despidiéndose hasta el próximo verano. Y yo, estampada a la
ventanilla del tren jurándole amor eterno.
Quetren
Quetren Quetren Quetren. No volví. Me
tragó sin oxígeno ese mar
de cemento astuto y vil del bienestar
y el progreso. Permuté la fiebre de sus
manos por el frío de las mías.
De
regreso, tacho tren y escribo libertad. Tacho cemento y escribo Juan.
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