sábado, 26 de mayo de 2012

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“Dice una antigua leyenda: Cada tanto, de una misteriosa pupa, nace una polilla que se alimenta de los tejidos de la mente. Un azazel profano que no pertenece a ninguna fe. No es malo ni bueno. Es,  y existe tal cual es” (Liliana Anfossi)

De  la vieja estación  solo queda en pie el andén de cemento y piedra,  ahora altar de lagartos  overos adoradores del  sol.
El quetren del tren,  retumba fantasmagórico  sobre las  vías abandonadas. Collar de plata  que recorrió-de una punta a otra- las tierras del mundo. Los verdes túneles de álamos y eucaliptos, salvo alguna que otra hierba mala, conservan el arquetipo de la imagen del camafeo de hierro madera y bronce,  que guardó sin espanto, alguna vez,  vida  en su interior. Niños, jóvenes, adultos, ancianos. Risas, tristezas, anhelos, esperanza, amor. Humanidad. 
Alejados los fantasmas, el silencio es abrumador. Parecería que la anaconda del tiempo hubiese triturado gorriones,  horneros y picaflores  que abundaban  en lo que otrora fue… ¿Y qué fue? La duda excava   entre  escombros escondidos en la selva de alfalfa, ortigas y cardones.- ¿Qué fue?- Fueron las manos de Juan bajo mi blusa. El olor  a jabón blanco de su ropa, el aroma a manzanilla en mi cabello. Fue la urgencia joven rompiendo la rutina de la siesta veraniega en la sacra oscuridad del confesionario de la iglesia. Ciegos recobrando la vista en el milagro del tacto. Fueron las zambullidas en el río y la margarita desojada hasta  el “te quiero mucho”,  tatuado a fuego  en nuestras bocas unidas. Y Juan corriendo por el camino  lateral a las vías, con sus manos en alto, despidiéndose hasta el próximo verano. Y yo, estampada a la ventanilla del tren jurándole amor eterno.
Quetren Quetren Quetren Quetren. No volví.  Me tragó  sin oxígeno  ese mar  de cemento astuto y vil  del bienestar y el progreso. Permuté  la fiebre de sus manos por el frío de las mías. 
De regreso, tacho tren y escribo libertad.  Tacho cemento y escribo Juan.



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